Torres San Borja: Rascacielos clase media

(Revista Fibra, 2005)

Fueron el proyecto arquitectónico regalón del gobierno de Frei Montalva. Pero la promesa de una vida mejor para la clase media en el centro de Santiago, desapareció en medio de la lucha política de los setenta. Las torres San Borja, antiguo símbolo de modernidad, son ahora un quiebre entre el bullicio del centro y la paz de Providencia. Un espacio habitado principalmente por ancianos, solteros y estudiantes donde pernoctan vagabundos, machetean punks, trabajan médicos y aún patinan algunos chicos en skate. Desde las alturas de una de las torres, la historia del barrio donde vivo hace 24 años.

Mi abuela materna era pituca. Una vieja cuica orgullosa de haber sido esposa de médico, de tener los ojos azules y de usar zapatos Gacel. Mi abuela vivía en una linda casa en Vitacura cuando quedó viuda. Una casa demasiado grande para ella sola luego de que mamá se casara por primera vez. Por eso y por pituquería, la abuela no dudó en dejar el oriente santiaguino para venirse a un departamento en una de las torres San Borja. El proyecto que comenzó a ser construido en 1968 durante el gobierno de Frei Montalva, prometía ser una verdadera revolución arquitectónica. Un conjunto de 45 torres de 22 pisos cada uno para 18 mil personas, donde se privilegiarían el espacio público, las áreas verdes, donde habría un supermercado gigante, un complejo deportivo con piscina, pasarelas aéreas que comunicarían a todas las torres entre sí y una guardería infantil gratuita para las mamás del sector. La primera solución para una ciudad que avanzaba hacia la modernidad.
Las ideas que el arquitecto suizo Le Corbusier publicó en los años veinte estaban dando sus primeros frutos en nuestro país gracias a un gobierno convencido de que la inversión en desarrollo urbano era necesaria para garantizar la funcionalidad de Santiago. Ante el aumento de la densidad demográfica en las grandes ciudades, Le Corbusier proponía superar el problema construyendo viviendas de hormigón armado en altura donde existieran extensas zonas verdes para que los vecinos se reunieran a sociabilizar. Quién debía hacerse cargo de la construcción de dichas viviendas era el Estado que aseguraría equitativamente luz, aire y sol a todos los residentes.
Gracias a ese manual de instrucciones, Le Corbusier cambió indirectamente -ya que no participó en la elaboración de sus ideas- el paisaje de ciudades como Brasilia y algunas en la India. En Santiago, el sector escogido fue el delimitado por las calles Lira, Ramón Corbalán y Diagonal Paraguay, la antigua Corporación de Mejoramiento Urbano (CORMU) que dependía del recién creado Ministerio de la Vivienda, comenzó su tarea de renovación urbana. El sueño de mi abuela y miles de futuros propietarios de los departamentos tres dormitorios comenzaba a forjarse. Las San Borja, nombre que recibieron gracias a la presencia del hospital San Borja Arriarán al final de Marcoleta, se elevaban por alturas que hasta esa época, ningún otro edificio de la capital había alcanzado.
En los albores del siglo XIX, los jesuitas tenían en la actual calle Portugal una chacra llamada Ollería. En la esquina con Marcoleta estaban sus casas y el seminario donde realizaban sus actividades religiosas y cultivaban la tierra. Pero en 1817 el gobierno de Bernardo O´Higgins decidió instalar la Escuela Militar, la maestranza del Ejército y una caballeriza en los terrenos donde actualmente se encuentra la facultad de arquitectura y diseño de la Universidad de Chile. Los jesuitas abandonaron el lugar, pero dejaron un cementerio incaico y unos pasadizos subterráneos descubiertos durante las excavaciones para hacer las torres y luego el metro.
Cuando el Ejército dejó el territorio, las casas de techos planos fueron esparciéndose por el lugar. Llegó el mercado municipal Presidente Juan Antonio Ríos a ubicarse en Portugal con Marcoleta y el Hospital de la Universidad Católica entre Portugal y Lira. El mercado era una especie de feria libre donde había pescadería, carnicería, verduras, abarrotes y la Dirección de Industria y Comercio (Dirinco) que se ocupaba de la regulación de precios. Cuando en 1968 varias empresas constructoras contratadas por la Cormu comenzaron a cavar para hacer las torres, iniciaron la demolición de casas y fue abierta la calle Diagonal Paraguay. El mercado fue clausurado en 1978 cuando la Universidad de Chile compró los terrenos. Un año antes se instaló el primer supermercado del sector: Unicoop, el actual Unimarc de Portugal.
En 1972 fueron entregados los departamentos en 18 torres. Venían perfectamente empapelados y cada edificio contaba con varios metros cuadrados de áreas verdes, plazas y conserjes contratados por la Cormu. La abuela llegó con camas y petacas a instalarse en 1975, pero con un detalle con el que no había contado: su hija. Recién separada mamá decidió volver con la abuela para iniciar una nueva vida en las torres. Desde la ventana del sexto piso ambas esperaron por el desarrollo prometido. Pero ni la piscina, ni el jardín infantil, ni el complejo deportivo, ni la apropiación de los espacios comunes por parte de los vecinos, ni las 27 torres que faltaban por construir, se materializaron. Con el cambio de gobierno en 1970 y las revueltas políticas que empezaban a gestarse, el progreso que significaban las torres había sido olvidado.

Golpe en las alturas

Orlando Imilmaqui (62) llegó temprano el 23 de septiembre de 1973 a la torre 11 para tomar su turno como conserje. Pero ese día no pudo entrar al edificio. Militares habían acordonado el sector para allanarlo. Los oficiales le dijeron que nadie podía entrar ni salir, que se fuera inmediatamente a su casa.
Orlando sabía que las torres representaban una amenaza para el Ejército. El 11 de septiembre, mientras la Moneda era bombardeada, varios moradores extranjeros, en su mayoría cubanos, habían abandonado el edificio dejando sus departamentos intactos. También había escuchado tiroteos desde una torre a otra y más de una granada cayó en la rotonda que daba a Lira. Así es que impedido de realizar su tarea, tomó una micro y regresó a su casa.
Mientras en la torre 4, Carmen Zapata, agradecía la buena suerte de que les hubiera tocado un teniente jovencito para el allanamiento. “Era muy simpático, gracias a Dios”, recuerda. Los militares bajo sus órdenes habían registrado el departamento entero y se habían marchado. Días antes, su madre, estudiante de sociología en el Pedagógico y su padre demócrata cristiano, habían botado por su cuenta todos los libros y apuntes que tuvieran el más mínimo rastro de izquierda. Así es que después de un rato corto, los uniformados y el joven teniente se retiraron sin llevarse nada.
Pero durante las 14 horas que duró el allanamiento, los militares sí habían logrado sacar varias cosas de los departamentos. Detuvieron a más de una docena de personas y llenaron locales comerciales vacíos con libros supuestamente subversivos. Al día siguiente, donde hoy está la estación del metro Universidad Católica, miles de papeles eran quemados mientras que Orlando Imilmaqui llamaba a Carabineros para que se llevaran una pistola que estaba botada en uno de los incineradores del edificio.
La historia de las torres está marcada por la dictadura. Los militares regresaron en varias oportunidades en busca de enemigos del régimen. En el informe Rettig constan al menos seis personas que fueron detenidas en el sector, como el fotógrafo y funcionario del Fondo Monetario Internacional, Cristián Montecinos. El 16 de octubre de 1973 efectivos de la Escuela de Suboficiales del Ejército lo arrestaron junto con el matrimonio argentino compuesto por Carlos Adler y Beatriz Díaz, Víctor Garretón, el dentista Julio Saá y el estudiante Jorge Salas en sus viviendas de la torre 12. Después de pasar por el centro de detención de la DINA en Londres 38, todos aparecieron muertos al día siguiente por heridas de bala en el Túnel Lo Prado, camino a Viña.
El 9 de diciembre de 1975, uniformados detuvieron en su departamento de la torre 9 a César Negrete de quien lo último que se supo fue que pasó por el centro de torturas conocido como La Venda Sexy, en Peñalolén. En esa época varios departamentos quedaron abandonados con todos sus muebles dentro. Al restaurante Valle de Oro ubicado en la Alameda con Portugal, llegaban algunos miembros de la CNI a comer. En más de un departamento de la remodelación, vivieron algunos agentes del organismo más temido del gobierno militar. (ver recuadro 1)

Invitados de cemento

La abuela se quedó en las torres a pesar de los sueños truncos. Ya no era un lujo vivir ahí, pero en vista de que mamá se había casado y su yerno había comprado un departamento en la misma torre, decidió quedarse para disfrutar de los nietos que vendrían. Pero la abuela sólo alcanzó a disfrutarme a mí. Una niña hiperquinética que en 1988 llegó a vivir con ella luego de que mamá quedara separada de papá sólo por dos pisos. El trámite del divorcio fue rápido. Subimos nuestros muebles por las escaleras mientras papá le rogaba a mamá del cuarto al sexto piso para que le diera otra oportunidad, que conversaran mejor las cosas. Pero mamá había tomado una decisión irrevocable: viviríamos con la abuela quien no sabía bien cómo controlar a una nieta que se dedicaba a correr sin parar por el parque San Borja cuando bajaba del departamento. Una niñita de centro, como ahora me dice el dueño de una fotocopiadora que lleva 9 años en el barrio. “Es muy raro que le gente de las torres salga a pasear por acá. Los cabros no conocen la tierra, el jardín. Parecen niñitos perritos, se ponen nerviosos, corren y corren. Yo les digo los niñitos del centro” explica Gustavo Lara mirando el parque vacío que está al frente de su negocio en la torre 8.
La remodelación San Borja está plagada de esas plazoletas solitarias. Otra de la teorías que no se cumplió con los rascacielos, fue la ocupación de esos espacios comunitarios por parte de sus habitantes. En cada torre hay 126 departamentos con capacidad entre tres o cuatro personas. Tantos son los vecinos, que los lugares en común fueron terrenos de nadie, aunque por poco tiempo. Los invitados de piedra no tardaron en llegar para adueñarse de ellos. En los ochenta aparecieron los lanzas de supermercado que se escondían entre los edificios, los punks, que luego de machetear en las afueras del Unimarc se iban a tomar cerveza a los jardines de la torre 7 y 8 y recientemente los vagabundos, que encontraron al frente del hospital de la Universidad Católica y tras el supermercado, un lugar para dormir.
Pero fueron los skaters los responsables de que en los noventa la remodelación quedara cercada. Las rejas fueron el punto final de una guerra entre patinadores y vecinos que duró al menos cuatro años. Pandillas de chicos con tablas venían a “las peluchonas” como ellos llamaban a las torres, a lanzarse por las escaleras y a patinar. El boche de las tablas contra el pavimento y el rompimiento de las baldosas tenían hasta la coronilla a los residentes, en su mayoría ancianos. Todos, yo incluida, les declaramos la guerra a punta de bolsas con agua, huevos, papas y maceteros que tirábamos para espantar a los bulliciosos. Estos chiquillos no dejan dormir siesta, se quejaba la abuela mientras que con mamá llenábamos bidones con agua para lanzarlos apenas sonara la primera tabla sobre el pavimento. Para mí la batalla era un asunto personal. Llevaba años andando en patines en una banda llamada los Borja Rollers, enemigos acérrimos de los skaters, quienes se burlaban, especialmente de los hombres del grupo, por andar en artefactos hechos según ellos, para niñitas.
Pero los proyectiles no lograron su objetivo. Entonces los vecinos de algunas torres optaron por enrejar. En otras con menos presupuesto, como la mía, cambiaron el pavimento liso por unas piedras que impedían el deslizamiento. Las torres hoy son fuertes donde los vecinos quedaron tras las rejas. Sólo las personas con llave pueden ingresar a ellas y nadie puede mirar Santiago desde las azoteas, las que están clausuradas por culpa de los suicidios. Aunque la medida de cerrar las terrazas no ha impedido las muertes. De cada una de las 18 torres se ha tirado al menos una persona, generalmente un residente deprimido que halló la solución a su problema sin moverse de su escritorio. Hace veinte años, Rafael Correa, desde la verdulería donde trabajaba en la torre 11 y Juan Calquín desde su quiosco, vieron a un hombre que se lanzó desde la esquina de Diagonal Paraguay con Lira. “El canal 13 lo vino a grabar. Y se demoraba tanto el caballero en tirarse que el camarógrafo le decía, “ya po, tírate que se me está acabando la cinta”. De repente se siente el golpe que es igual que cuando se rompe una sandía en el suelo. Los zapatos del tipo fueron a dar a Lira”, recuerda Rafael.
Gustavo Lara, desde su fotocopiadora también ha sido testigo de dos suicidios. El de una señora de la torre 7 quien hace tres años se lanzó desde el quinto piso porque sufría de una enfermedad terminal y el de un morador que se ahorcó en su departamento y que fue encontrado varios días después por el olor que empezaron a sentir sus vecinos. De la torre 4 una madre de detenido desaparecido también decidió quitarse la vida saltando al vacío y hace menos de un año, de la torre 9 se tiró una mujer peruana que subarrendaba una pieza. Luis Carvajal, el portero que estaba de turno, recibió un llamado de alerta minutos antes de la tragedia. “La señora que le arrendaba supo que la niña tenía depresión y le pidió la pieza. Entonces ella se encerró y la señora me llama para avisarme que iban a venir carabineros porque la chica no quería irse. Al rato llegaron y estábamos en dimes y diretes cuando se escucha paff”, cuenta Luis.
Las azoteas de los edificios de la facultad de ingeniería comercial de la Universidad de Chile también fueron clausuradas por el mismo motivo. Un par de alumnos que reprobaron por tercera vez su examen de grado, terminaron muertos en las baldosas de Portugal. Por esta particularidad, el barrio ha recibido el apodo de las torres suicidas. Aunque los saltos al vacío no son el único inconveniente mortuorio que debemos enfrentar sus habitantes.

Desperfectos San Borja

La abuela murió en su pieza mientras yo hacía una tarea del colegio en el dormitorio de al lado. En medio de la pena y todos los consuelos católicos habidos y por haber, tuvimos que tomar una decisión práctica: cómo sacarla. Los ascensores son tan pequeños que no cabe un ataúd, salvo de pie, con el riesgo de que el cuerpo se vaya hacia delante. Mamá decidió que la bajaran por las escaleras en el cajón hasta el subterráneo donde finalmente pudieron acomodarla mejor. La escena se repite cada vez que muere alguien en las alturas. Se puede llegar a bajar hasta 21 escalas a pie cuando fallece alguien en los últimos pisos. En la torre 9, Hugo Córdova quien es conserje desde hace 26 años, cuenta que han encontrado otra solución más cómoda y menos pesada para esos casos. “Si la familia acepta, sacan al muerto sentado en una silla hasta el subterráneo. Ahí lo arreglan, lo maquillan y lo meten dentro del cajón. Lo insólito es que los familiares nunca aceptan bajar con el finao, tiene que bajar uno que trabaja aquí”.
Pero los ascensores, que llegan a los entrepisos solamente, no son el único problema de infraestructura en la remodelación. Las pasarelas aéreas que comunican las torres por el segundo piso están cerradas porque algunos vagabundos o borrachos se reunían allí a fumar marihuana y a beber. Ahora, en los puentes sólo hay malezas, vidrios, basura y algunos grafittis pintados en los muros. Otro de las dificultades del lugar es que las áreas verdes, las plazoletas, los puentes aéreos y los pasadizos estrechos entre torres impiden el acceso de un carro de bomberos en caso de incendio. Hace dos años el departamento del piso 18 de la torre 11 comenzó a incendiarse y los bomberos tuvieron que subir a pie y conectar sus mangueras a las llaves del interior del edificio. Además, desde abajo, las mangueras sólo llegan al piso 15. De ahí hacia arriba, a los vecinos sólo nos queda rezar. Lo mismo pasa en el caso de las inundaciones. El agua cae como cascada por las escaleras cuando se revienta una cañería o a alguien se le queda abierta una llave. “Años atrás se reventó una cañería de agua caliente en el piso 12 y entre que Cossbo viniera a cortar el agua, pasó como media hora. La gente tenía que bajar con paraguas. El agua con la presión, corría por las escalas. Con el vapor del agua caliente, parecía baño turco la cuestión. Y era pleno verano, hacía 30 grados y con agua caliente”, recuerda el portero de la torre 9.
El 2002 nuestro departamento fue víctima del agua. El inodoro de nuestra vecina del departamento de arriba reventó mientras ella estaba de vacaciones y nuestro techo comenzó a hundirse con el peso del chorro hasta que cayó sobre la mesa del comedor. Con mamá hemos estado en incendios menores, hemos estrujado una y otra vez toallas cuando alguna inundación moja la alfombra y hemos corrido por las escalas junto con todas las viejas despavoridas que salen con lo puesto cuando tiembla. Pero en esas ocasiones, las torres tienen una ventaja: como fueron los primeros edificios asísmicos que se construyeron en Chile y están hechas de hormigón armado, están preparadas para los movimientos telúricos. Cuando la tierra se mueve, los edificios oscilan un metro. Afirmadas al dintel de la puerta, en el primer temblor que me tocó en la altura, mamá me tranquilizó con la misma convicción que tienen los residentes de las San Borja: “Si una torre se viene abajo, quiere decir que está todo Santiago en el suelo”. Así es que ahí nos quedamos observando a la gente que corría por los departamentos de la torre que tenemos enfrente. Porque otra cosa que pasa en la remodelación es que los edificios están tan cerca uno de otro, que se ve todo. Algunos fanáticos han comprado telescopios y observan a sus vecinos mientras comen, ven tele o hacen el amor. El voyerismo es un tema tan conocido que incluso el 2000 se estrenó la obra de teatro “En algún departamento de la remodelación San Borja” dirigida por Vanessa Montero que se desarrollaba en uno de los departamentos de la torre 7 mientras que el público la miraba desde la torre colindante.
Quizás por el voyerismo, en las torres todo se sabe. La vida de cada uno de sus habitantes es de conocimiento público gracias al comidillo de vecindad y los almacenes de barrio que van desde shoperías, peluquerías y librerías hasta tiendas de aparatos ortopédicos. En las torres vivimos con más diablos conocidos que con diablos por conocer. Algo para lo cual la abuela no habría estado preparada. Meterse en la vida ajena era para la abuela una rotería que no tenía nombre. Una picantería que una vieja cuica como ella no habría sido capaz de soportar.

Recuadro 1:
Las chicas de la DINA
Algunos vecinos que estuvieron en la etapa del golpe militar recuerdan la cantidad de extranjeros que dejaron las torres para refugiarse en sus embajadas. Los que estaban en 1973 se acuerdan de los tiroteos entre torres y del allanamiento del 23 de septiembre de 1973. Pero la existencia de cuarteles de la DINA sólo se escucha como secreto a voces. El más famoso de ellos fue el de la agente civil Luz Arce. Detenida en Villa Grimaldi por su militancia en el partido Socialista en 1974, Arce se enamoró del oficial de la DINA, Rolf Wenderoth Pozo, quien le encomendó tareas de colaboración al régimen militar como identificación de personas y revelado de fotos. Según el testimonio entregado a la justicia por Arce, en 1975 cuando salió de Villa Grimaldi junto con “la Flaca Alejandra” y “Carola”, fue llevada a Belgrano donde las recibió el director de la DINA, Manuel Contreras, en persona. El Mamo les habría ofrecido seguir colaborando para ellos y les dio a las tres mujeres un departamento en el quinto piso de la torre 12 de la remodelación San Borja. Desde allí, Luz Arce y sus dos compañeras realizaron durante un año labores de inteligencia. Ella era la secretaria de Wenderoth quien las pasaba a buscar a las 7:30 de la mañana para llevarlas a trabajar a Villa Grimaldi hasta las seis de la tarde. En 1977, cuando Contreras dejó la DINA, su nuevo jefe, Odlanier Mena, les pidió el departamento. Luz Arce dejó la remodelación San Borja y presentó su renuncia a la DINA, aunque ésta fue rechazada. Arce viajó a Montevideo el 11 de febrero de 1979 con la identidad falsa de Mariana del Carmen Burgos, para realizar labores en el extranjero para la organización.

Recuadro 2
María, la del barrio
“Yo no soy travesti porque no uso tacones. Y soy antiecológico así es que si usted pone una raya verde en su local, y no entro más”, le dijo el Divino AntiCristo a Gustavo Lara hace pocos días. El hombre del carrito, Isabel, Mafalda o María la del barrio, como le dicen los garzones del Valle de Oro, es uno de los personajes que circula por las torres. Con un pañuelo en la cabeza, de falda y empujando dos carros de supermercado que unió con un trozo de madera, el AntiCristo vive de los textos que vende en Lastarria o Portugal y que le fotocopia Gustavo. A veces duerme en alguna plaza, lava su ropa detrás del centro oncológico de la UC y va a un minimarket ubicado en la torre 11 para que le calienten un plato de comida en el microondas. Aunque es el personaje más antiguo del lugar, no es el único. Antes del AntiCristo transitaba un vagabundo de barba, terno, corbata y con un saco al hombro al que le decían El Príncipe, quien desapareció de un día para otro. Así mismo se fue un día el Chaqueta de Cuero, un estacionador al que nadie le sabía el nombre y que se dedicaba a acomodar autos que luego se llevaba una grúa de la municipalidad de Santiago en Diagonal Paraguay.
El 2001, luego de que Marcoleta quedara convertida en una paseo peatonal donde sólo pasan ambulancias o pacientes del hospital de la Católica, llegó a reemplazar al Chaqueta de Cuero, El Zamorano, un tipo de unos treinta años que estaciona autos y que ha encontrado el apoyo de algunos vecinos y comerciantes de la vecindad para sus necesidades. En las mañanas, el dueño de una fuente de soda en Portugal le fríe unos huevos, los médicos le dan de vez en cuando unos billetes y los residentes le regalan ropa o sandwiches cuando tiene hambre. El Zamorano dice que es enfermo mental. Cuando le baja la locura, les tira piedras a las vitrinas de los locales y aparece días después con la cara machucada. Lo único que se sabe de él es que viene de Recoleta y que una vez que estuvo en el siquiátrico, prometió cambiar su vida y se embarcó rumbo a Punta Arenas en bus. Las enfermeras le dieron ropa y comida para el largo viaje, pero El Zamorano se bajó en Buin y volvió a la calle donde trabaja a cobrarle a los automovilistas.
Esta fauna de las torres se funde con los otros transeúntes: los estudiantes de la Casa Central de la Universidad Católica, los alumnos de arquitectura y diseño de la Chile, las señoras que van y vienen con bolsas desde el Unimarc o el Santa Isabel, los punks que aún piden dinero en las afueras de ambos supermercados, los doctores y enfermeras de la Posta Central o del hospital de la UC y vendedores ambulantes que se instalan por Portugal a vender collares, cintillos, relojes, programas piratas, marcos de lentes y cortaúñas. En la noche las calles vacías reciben a los vagabundos que llegan a sacar sus colchones y frazadas de las alcantarillas para dormir. Hasta que los dueños de los locales los despiertan para empezar un nuevo día.

5 thoughts on “Torres San Borja: Rascacielos clase media

  1. Yo pensaba que la idea de las Torres San Borja era de la UP, pero veo que fue de la DC . Seguro es porque la izquierda se cree dueña de las buenas ideas y trata de convecernos de ello.
    En el barrio República intentó hacerse una remodelación parecida pero quedó incompleta porque los vecinos se pusieron en pie de guerra para defender el patrimonio arquitectonico y humano de su barrio, eso fue a fines de los 60 comienzos de los 70.
    En ciudades como Santiago , Valparaiso, La Serena, Concepción donde hay barrios con gran valor patrimonial es dudoso un plan de remodelación de este tipo pero en otras ciudades chilenas como , Calama, Copiapó, Ovalle, San Antonio, La Calera, Linares, Osorno y otras si es necesaria este tipo de intervenciones.
    Si el estado invirtiera en las ciudades sería la mejor forma de comenzar a derrotar el exarcebado centralismo de Chile. A modo de ejemplo un kilometro de linea de metro cuesta 50 millones de dolares, si solo el equivalente de un kilometro de metro se invirtiera en una ciudad como Calama o Constitución se empezaría a mejorar el sudesarrollo social. economico, humano, etc de las regiones respecto a Santiago.

  2. Hola,

    Resulta que estoy trabajando en un proyecto muy ligado al barrio San Borja y en un intento por saber más de la historia de este barrio (y de las torres) llegué a este post. Realmente me emociona y creo que es una descripción muy bella y tremendamente cercana, porque he visto la mayoría de las cosas que mencionas en estos días. Conversé con el actual presidente de la junta de vecinos, me contó de su larga lucha por adquirir el terreno circundante a la torre 13 y es inspirador, también conversé con algunas vecinas de la torre 4 y así, con varias personas que me han dado una perspectiva muy interesante.

    Me encantan las torres, me encanta el barrio y todo lo que representan, ese Chile que pensaba a largo plazo y donde lo social era lo más importante.

    Muy bonito tu relato 🙂

  3. Hola tengo una duda me contaron que el actual parque san borja antes era el patio de el hospital psiquiatrico san borja y queria saber si tienes info sobre eso . Lo google y sale una foto pero info no encuentro . Saludos : )

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